Ese rincón

Para acostumbrarme, cada día me acuesto en un lado diferente de la cama. Pero cada maldita mañana me doy cuenta de que, de un modo u otro, acabo en mi lado. En el mío.

¿Mío?

Cómo puede ser así si el otro no es de nadie. ¿Cómo ha pasado de ser nuestro rincón a solo mío?

{no lo sé, dímelo tú}

Resulta gracioso que, sabiendo que es mío, nunca lo será. Sabiendo que este colchón tendrá siempre (always) el olor y roce de ambos. ¿Será cuestión de cambiarlo? Quizá, quemándolo, el fuego lo arrastre todo consigo… Hacia un bucle infinito pero inacabado que revierte la esencia en lo esencial para así renacer.

No…

{no lo creo}

Es más bien cuestión de alma, supongo. Allí donde dos almas se desnudaron mutuamente, siempre (ĉiam) quedará su rastro. Una especie de residuo imposible de borrar. Imposible de olvidar.

Como diría Heráclito de Éfeso: “No encontrarás los confines del alma ni aun recorriendo todos los caminos; tal es su profundidad”. Creyendo eso, en un, llamémosle, lugar con cierta profundidad, deberíamos (yo) creer también en una superficie donde comienza, ¿no? Una zona más accesible en lo que se entiende por tangible y que permite a dos cuerpos conectar de una manera única, especial y bella. En todo su esplendor. Llevando así a dos profundidades a ser un único cosmos.

Si lo piensas (tú…yo) […] Debe ser precioso. Debía serlo. Podría.

{¿lo fue entonces?}

Pensando en la infinidad de nuestro (parece que mío) rincón, me pierdo en el recuerdo ahora frío, doloroso y redundante de lo táctil. De lo tangible al humano. De lo impensable para el alma.

[…]

Pensando en nuestro (definitivamente mío) rincón, lo oscuro me atrapa y se lleva cada molécula de oxígeno, condenando a mi cuerpo a pensar solo (solo) en sobrevivir.

{solo}

[…]

Pensando en nuestro (no lo entiendo, pero… sí, tuyo) rincón, mi mente solo piensa (será que mi mente divaga sola, bajo su propio uso de la razón [enteramente suya]) en un pésimo intento de resurgir, de ver luz. Pensando y repensando en nuestro rincón, sé que por desgracia {¿por desgracia?} no pienso moverme de mi lado. Que pienso mantener el otro lo más puro posible, por si vuelves.

[…]

Pensando, repensando y volviendo a pensar en nuestro rincón, me doy cuenta de que sí, que ahora es mío. Que, por más que piense, nada cambia. Ni siquiera mi forma de pensar.

[…]

¿Mío?

No.

{no}

Nuestro.

-Un cuervo con nombre.

De vuelta a casa

Manu se encontraba en la cocina, un habitáculo tan pequeño que nadie pensaría jamás que algunas de las comidas más copiosas que se puedan pensar se habían preparado allí. Era de noche, aunque eso no impedía que los vecinos del piso de arriba bailaran como si estuviesen en un tablao flamenco. Los perros ladraban en la calle y los coches se encargaban de hacer el suficiente ruido como para no dejar dormir al hijo recién nacido de la vecina del bajo. Ese bebé no había dejado de llorar desde que llegó al edificio. Manu se acercó a la ventana de la cocina para cerrarla, no sin antes mirar al cielo; una hermosa luna llena iluminaba todo lo que se veía desde aquel lugar. Se quedó perplejo. El brillo ahora llegaba a sus ojos como si de una cálida hoguera se tratase, pero con la diferencia de que el satélite lo hacía sentirse solo y sumamente pequeño. Inclinó un poco los ojos e hizo una mueca con la boca. La siguiente bocanada no era de aire, sino de tristeza, una tan fuerte que dolía con solo pensarlo. Manu cerró finalmente la ventana y se dirigió al grifo y llenó un vaso de agua. Mientras lo hacía pensó en lo efímero que resulta todo, en cómo un instante te puede cambiar la vida y en que muchas veces resulta algo incontrolable. Absorto en sus pensamientos, no se dio cuenta de que el vaso hacía rato que se había llenado. Tenía las manos empapadas, así que se las secó y vació un poco el vaso para poder llevarlo mejor a su dormitorio, salió de la cocina y cerró lentamente la puerta para no hacer ruido.

Frente a Manu reinaba la oscuridad y la calma.

— Buenas noches — dijo, obteniendo un silencio sepulcral por respuesta.

Antes de ir a su dormitorio, y siguiendo su ritual nocturno, se cercioró de que todas las ventanas del salón estuviesen bien cerradas. Después entró en el baño y miró que la ventana de este también estuviera cerrada. Aprovechó para apretar los grifos del lavabo y la bañera. Para mayor seguridad, se acercó también a la puerta de entrada del piso y comprobó la cerradura, vio que la llave no estaba puesta, así que la rebuscó entre el cajón de la mesita de la entrada y, cuando al fin la encontró, cerró la puerta. Esta emitió un chasquido que dejaba claro que nadie podría entrar. Manu dejó la llave puesta y girada; si alguien quería entrar, él no se lo pondría fácil.

Desde que tenía uso de razón, Manu siempre se encargaba de comprobar que todas las puertas y ventanas de su casa estuvieran cerradas. No quería que le pasase como a su tía Carmen, que se dejó un día la ventana del baño abierta y un par de tipos entraron mientras dormía. Para su desgracia, aparte de robar todo lo que tenía algo de valor, se llevaron a Nika, su pequeña gatita persa. Manu lloró durante días cuando se enteró de aquello. Tenía tan solo siete años y no era capaz de comprender por qué había personas que hacían daño a los demás sin tan siquiera tener un motivo.

Una vez que todo estaba cerrado a cal y canto, Manu se fue a su habitación, entró y cerró la puerta tras él con mucho cuidado, dejando después el vaso de agua sobre la mesita de noche. La sala estaba iluminada por la llama de un par de velas que estaban sobre el escritorio, aunque estas no dejaban ver demasiado. El ambiente rezumaba tranquilidad; demasiada, de hecho. Manu se sentó sobre el borde de la cama ya abierta, se quitó las zapatillas de andar por casa y se arropó hasta la barbilla. Se acordó del vaso de agua. Se incorporó, abrió el primer cajón de la mesita y sacó un bote cilíndrico de color verde oscuro. No se podía ver que había en su interior y ninguna etiqueta aclaraba la naturaleza de su contenido. Sin pensar, vertió el contenido en su boca, se bebió el agua del vaso y se lo tragó todo de una vez. Dejó el vaso sobre la mesita, se tumbó y arropó de nuevo todo lo que pudo. Clavó su mirada en el techo, con los ojos abiertos como platos.

Cuando no podía dormir, solía imaginar que las manchas del techo eran personajes de sus muchas aventuras mentales. Unas veces eran dragones que escupían algodón de azúcar a un montón de elfos diabéticos que vivían cerca de sus cuevas. Otras, simplemente veía a una hermosa joven que no dejaba de guiñarle un ojo cada vez que Manu le sonreía. Pero esa noche no tendría que imaginar nada. Las manos de Morfeo pronto mecieron su cama con la dulzura de una madre. Todo el ruido que había fuera de las cuatro paredes de aquella habitación fue desapareciendo poco a poco. Los ojos de Manu se cerraron más y más hasta quedarse como una lápida bien sellada.

Para sorpresa de Manu, sus ojos volvieron a abrirse rápidamente. Lo raro era que no estaba tumbado en su cama, sino de pie, frente a ella; estaba hecha y todo bien colocado. Tampoco era de noche; la persiana estaba subida y dejaba ver un luminoso día. A todo esto, se le unió el hecho de que lo veía todo en blanco y negro. No entendía nada de lo que estaba pasando. De lo único que estaba seguro era de que se sentía realmente ligero, aunque le dolía un poco el pecho, como si toda la tristeza que respiró la noche anterior le pasase factura en ese momento.

Manu se llevó las manos al pecho, pero no sintió nada; nada de nada. Se miró los dedos y no tenía. Se miró los pies y solo veía el suelo. Intentó tocarse la cara y no logró palpar ni un ápice de su rostro. Aquello era muy extraño. Podía ver y oír, pero no era nada. ¿Existía siquiera? Pensó en ello unos instantes mientras se mordía un labio que no era capaz de sentir.

Confuso, Manu decidió salir del dormitorio para ver investigar un poco más. Pero, cuando abrió la puerta y salió de la habitación, no se encontraba en el pasillo de su piso, sino frente a la puerta de entrada de su antiguo edificio. De nuevo, todo en blanco y negro. El número dieciséis y la verja de su bloque dejaban claro que se trataba del piso donde, años atrás, había compartido piso con unas amigas de la carrera. Debía estar soñando. No tenía sentido que al salir de su dormitorio se desplazase cientos de kilómetros, en… En la ciudad de… Intentó recordar el nombre, pero no fue capaz.

De pronto, una de sus antiguas compañeras apareció por la puerta interior, caminó hacia verja y se paró en seco.

— ¿Qué haces aquí? — dijo extrañada.

— No lo sé, la verdad — respondió Manu —. Estaba en mi cuarto y de repente…

— Sabes de sobra que te queda mucho para venir por aquí, hombre. ¿No ves que ni siquiera puedo abrirte? — dijo la muchacha.

— Pero… No lo entiendo. ¿No puedo pasar? Hace tiempo que no nos vemos. Qué menos que un abrazo, ¿no? — increpó Mano con cierto tono de tristeza.

— Qué ingenuo has sido siempre… Anda, será mejor que regreses o vas a terminar por coger frío — respondió su antigua compañera.

La chica se giró y caminó hacia la puerta interior, dándole la espalda por completo a Manu.

— ¡Espera! — gritó Manu —. ¿En serio no podemos ni hablar?

— Manu, tienes que irte. ¿O es que no te resulta raro todo esto? — preguntó la chica —. ¿Ya lo has olvidado? ¿Me has olvidado? ¿Todo lo que pasó?

Manu abrió los ojos como platos y miro al suelo asustado. No entendía nada de lo que su amiga le estaba diciendo.

— ¿Lo ves? No estás preparado aún — dijo ella —, pero eso no es malo. Simplemente, ya vendrás. Nos vemos, pringao.

La chica entró al bloque y dejó a Manu solo frente a la verja. Este se abalanzó sobre la puerta e intentó abrirla, pero una fuerte descarga eléctrica lo lanzo hacia atrás, perdiendo levemente el conocimiento. Cuando abrió los ojos, todo era muy extraño: el cuerpo le pesaba más que antes y no podía ver nada con claridad. Aparte de que todo seguía siendo en blanco y negro, se veía borroso, como si fuese a mucha velocidad.

Sin esperarlo, cayó de golpe en un pequeño sofá viejo de color azul. Estaba sentado frente a un ventanal que daba a unos árboles enormes, tanto que podían tocarse desde ahí. El lugar le resultaba familiar, pero no conseguía recordar por qué. A pesar de que seguía sin ver ninguna parte de su cuerpo y que solo le pesaba un poco, no conseguía moverse. Solo era capaz de mirar a su alrededor. Miró a su derecha y solo vio una vieja pared de ladrillo algo estropeada. Cuando miró a su izquierda vio un espejo que no reflejaba nada, tan solo una oscuridad absorbente; una neblina tan oscura que su sola presencia intimidaba.

En la negrura del cristal comenzó a formarse algo, una figura casi humanoide. La forma comenzó a moverse, golpeando el cristal con torpeza. Manu quería salir de allí, pero seguía sin poder despegarse de aquel sofá.

Aquello empezó a golpear el espejo con más y más fuerza a la vez que emitía unos gruñidos llenos de rabia. Manu la miró fijamente y esta giró la cabeza con curiosidad. La sombra rompió finalmente el espejo, liberándose así de su cárcel de cristal. Miles de trocitos de espejo golpearon a Manu, aunque no sintió ni el más mínimo dolor. Del marco del espejo salieron dos largos brazos que se agarraban al suelo como una ventosa. La sombra se arrastraba en dirección a Manu. Quiso moverse, gritar, golpearla… Lo que sea con tal de salir de allí, pero no pudo más que mirar cómo se le aproximaba. Conforme más cerca estaba, más nítida era la cara de ese ser. Manu cerró los ojos. No quería seguir mirando a aquello. Un olor a putrefacción le llegó a su nariz y una fría brisa recorrió todo su cuerpo.

Cuando ya hubieron pasado unos minutos, Manu respiró hondo, tragó saliva y abrió los ojos lentamente. Su propia cara lo miraba desde cerca. La única diferencia es que, al contrario que él, ese ser, si es que podía llamarse así, no tenía ojos. Las cuencas vacías de sus ojos incitaban a perderse en ellas para siempre. Su boca estaba tan agrietada que dolía con solo mirar. No tenía apenas pelo sobre su cabeza y estaba más delgado que de costumbre.

— Me das pena. Mucha pena — dijo la sombra. Acto seguido, gritó con todas sus fuerzas, cogió a Manu por los hombros y lo lanzó por el ventanal. El recorrido hasta el suelo parecía que no iba a terminar nunca y, mientras caía, Manu podía ver cómo aquel ser lo señalaba con el dedo y le lanzaba una mueca de oreja a oreja. Cerró los ojos y se dejó llevar por la gravedad.

Cuando llegó al asfalto, Manu miró a su alrededor, pero el escenario había cambiado de nuevo. Se encontraba en el salón de la casa de sus abuelos. Un florero hecho con una vieja botella de cristal decoraba la mesa y la luz entraba por el balcón. Un delicioso olor a pan recién hecho inundaba toda la sala. Su abuelo era un hombre muy dedicado. Trabajó desde pequeño en la panadería de su padre y hacía los mejores bollos de todo el pueblo. Manu adoraba irse con él bien temprano para probar antes que nadie la masa recién horneada. Sonrió al recordar aquel olor. Aquel sueño parecía no ir tan mal después de todo.

Sin previo aviso, un fuerte dolor le golpeó en el pecho. Todo el cuerpo le pesaba bastante y una enorme sensación de melancolía ahogó todo su ser. Tenía muchas ganas de llorar; lo intentó varias veces, pero no fue capaz. Tanto se esforzó en ello que los ojos empezaron a escocerle.

Manu miró la sala y lo vio, sentado a su izquierda en su sillón de siempre: allí estaba su abuelo, mirándolo con cara de tristeza.

— Hola, Manu. Cuánto tiempo, hijo — dijo su abuelo.

Manu rompió a llorar con fuerza.

— Abuelo, ¿cómo estás? — preguntó Manu.

— ¿Cómo voy a estar? Muy tranquilo — respondió el hombre —, pero también muy triste. Tú no deberías estar aquí.

— ¿Por qué? No hay un sitio mejor que a tu vera — dijo Manu.

— Pero aún es pronto… — increpó el anciano —. Venga, hijo, tienes que volver. Te están esperando.

— No quiero… No es lo mismo. Ya no.

— Manu…

— Te echo tanto de menos… — dijo Manu entre lágrimas.

— Lo sé. Yo también te echo mucho de menos, pero créeme, todo irá mejor. Te queda tanto por descubrir; tantas flores por oler, tantas veces que caerte para volverte a levantar, tantos dulces que probar… Tanto que vivir — dijo el abuelo mientras se levantaba del sillón.

— ¿Y cómo lo hago sin ti? — preguntó Manu mientras se levantaba. El cuerpo le pesaba cada vez más.

— Podrás. Te lo aseguro. Siempre que creas que no puedes, sentirás mi mano en tu espalda. No te asustes, que solo te estaré empujando un poquito — respondió el hombre.

Ambos se encontraban de pie en mitad del salón. Se acercaron poco a poco y se fundieron en un abrazo.

— Siempre estaré contigo, ¿vale? — dijo el abuelo — No lo olvides.

Una lágrima recorrió la mejilla del abuelo, cogió a su nieto por los mofletes y le besó la frente. “Te quiero”, le dijo. De pronto, Manu sintió una fuerte descarga en el pecho; una punzada que le provocó un dolor increíble. Cerró los ojos de golpe y cuando volvió a abrirlos vio una enorme lámpara que lo juzgaba desde el techo de algún lugar.

Por los sonidos que había en la sala y las palabras de una mujer supo que se encontraba en un hospital. Al parecer, consiguieron reanimarlo tras una limpieza de estómago y muchos minutos llenos de angustia.

Manu giró la cabeza y vio a su madre, que lloraba desconsolada. Esta se acercó a la camilla y le cogió la mano con fuerza.

— ¿Cómo se te ocurre? Sabes de sobra que puedes contar con nosotros para lo que sea, hijo — dijo la madre, apenada.

— Lo siento — respondió Manu.

La madre se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza. Estuvieron así varios minutos, siendo uno; compartiendo todo el dolor, la rabia y la pena que sentían ambos.

— ¿Nos podemos ir? — preguntó Manu.

— ¿A dónde? — dijo la madre.

— A casa. Solo quiero ir a casa.

Fin.

-Un cuervo con nombre.

Haz algo

Esta mañana entré a mi dormitorio para hacer la cama y, sin pensar, me senté en el borde de la misma a ver la vida pasar, aunque solo fuese por unos segundos. Claro que antes abrí Spotify y puse una lista de reproducción de bandas sonoras de películas que me encanta. «The Portrait», tema de James Horner para la película Titanic (James Cameron; 1997) comenzó a sonar (te invito a escucharla mientras lees esto). La ventana estaba abierta, el viento entraba con total libertad y el ruido de una obra cercana resonaba por toda la calle. Me quedé mirando el edificio situado justo frente al mío y, sin darme cuenta, dejé de escuchar el insufrible sonido de los martillos y sierras. Tan solo había viento, pájaros y la música de fondo. Me quedé ensimismado. Mi mente no dejaba de mirar más allá de lo que veía y sentí la necesidad de quedarme ahí mucho rato. De hecho, no podía parar de pensar en lo bien que me sentía. Una especie de efecto túnel inundó todo mi ser: solo estábamos allí mi mente y la música. El resto estaba borroso. Pero, desgraciadamente, ese instante de paz terminó rápido… Un fugaz pensamiento me recordó que debía hacer algo. Pensé: «Venga, Cristóbal, haz algo de provecho, que se te va el día». Resulta curioso, porque estaba haciendo algo como tal, pero, a la vez, no hacía nada. ¿O sí?

«Haz algo de provecho». ¿No estáis cansados y cansadas de que os digan eso? O peor incluso: ¿de decíroslo a vosotros y vosotras mismas? El panorama social y laboral actual nos incita a producir y consumir en cadena sin tan siquiera pararnos a pensar qué hacemos. Para entenderlo mejor, pensemos en una empresa como Netflix. Estrena series y películas de forma exagerada. Existe tanto producto audiovisual que no da tiempo (qué gran concepto y qué ganas tengo de pararme (vaya, otra vez sin hacer nada) a escribir y debatir conmigo mismo sobre él) a verlo, disfrutarlo y analizarlo en condiciones. Es ahí, en este nimio ejemplo, donde reside la dinámica de nuestra sociedad: no te pares, haz algo, produce, aprovecha el tiempo, produce, trabaja, no te pares, produce, consume, no te cuestiones nada, consumeproducenotepares… ¡YA! ¡POR FAVOR!

No nos queremos dar cuenta de que en los momentos en los que «no hacemos nada», como pararnos a mirar el cielo a través de una ventana mientras escuchas el viento y un buen tema musical de fondo, también hacemos algo. Estamos viviendo, joder, sencillamente viviendo. ¿Hay algo más importante y valioso que eso? Nos merecemos un respiro. Tú, la persona que lee esto, te mereces un momento para ti. De hecho, esos instantes nos hacen ser quien somos y nos dan energía para afrontar los acontecimientos venideros y construir nuevas experiencias y, para más inri, producir mejor.

Sé que puede ser complicado de entender y, sobre todo, de aceptar, pero es la verdad. Necesitamos un respiro, un momento para nosotros mismos, para conseguir callar las voces de nuestro alrededor y de nuestras propias cabezas. De otro modo no seremos capaces de apreciar lo realmente valioso y todo ese ruido (sonoro, visual, etc.) no nos dejará disfrutar de lo que vale la pena.

Ha sido en el tiempo que dura el tema en los que se me ha ocurrido escribir este texto. Puede que se entienda (eso espero) o puede que no (pido perdón en tal caso). Solo te pido que te pares a pensar un momento en lo valioso que resulta dedicar tiempo a escuchar, mirar y, en esencia, apreciar adecuadamente el mundo que nos rodea. Apreciar la vida misma.

Yo, por ahora, debo seguir produciendo para, espero que en un futuro no muy lejano, conseguir ese dinero que tanta falta hace… Porque ya sabes lo que dicen: si no da dinero, para qué pierdes el tiempo con ello. Resulta hipócrita todo lo que he escrito antes, pero ¿acaso no es el ser humano lo más hipócrita que existe? Damos consejos y no tenemos ni idea de cómo asumirlos. Decimos algo alentador, pero somos esclavos de aquello que criticamos. Curioso. Curiosísimo.


No. En este último párrafo ya no se escuchaba «The Portrait» de James Horner. De hecho, no escuchaba más que mi mente gritando que dejase de escribir para hacer algo. Hacer algo. Vaya.

-Un cuervo con nombre.

Atención a las ondas | Breve vídeo-ensayo sobre «Legend of Zelda: Ocarina of Time»

En este breve vídeo-ensayo he querido mostrar la diferencia que existe entre los temas musicales del videojuego Legend of Zelda: Ocarina of Time (Nintendo, 1998) en algunos momentos del juego, seleccionados entre muchos entre otros.

Al igual que en el cine, la música en los videojuegos se compone con un fin predeterminado, buscando principalmente la inmersión del jugador y la transmisión de las emociones adecuadas. Gracias a la observación del tipo de ondas que generan los distintos temas del vídeo, vemos que muestran claras diferencias en la amplitud y longitud, por ejemplo. Así, en los momentos de tensión/batalla, las longitudes son mayores, al igual que en la amplitud en la mayoría de los casos. Ocurre lo contrario en los momentos de calma/presentación de escenas.

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Componer la música de un videojuego siguiendo estos principios, entre otros, viene apoyado por la musicoterapia, que no es más que el uso de la música con fines emocionales, educativos, cognitivos, etc. Según esta doctrina, las notas agudas provocan una actitud de alerta y un aumento de los reflejos. También ayudan a despertarnos o sacarnos de un estado de cansancio. Los sonidos graves, por su parte, suelen producir efectos sombríos o tranquilidad. Estas dos ideas son audibles en el vídeo, pudiendo relacionarse con el momento lúdico insertado.

–Cristóbal Ramírez Villalba

(Un cuervo con nombre)


Este vídeo-ensayo es de carácter académico, por lo que su fin es puramente educativo. El autor no posee los derechos de las imágenes, sonidos o música usados en el mismo. Ha sido realizado como práctica para la asignatura de Teoría y Crítica Audiovisual y Multimedia, del Grado en Comunicación Audiovisual (Universidad de Sevilla); curso 2019/2020.

«400 Years» — Crítica

Si algo podemos observar actualmente es la necesidad de vivir experiencias, acumular recuerdos, aprovechar el tiempo al máximo, conocer cuantos más lugares mejor… Queremos más, más y más, y, para colmo, cada vez más rápido. Porque, si conseguimos algo más rápido, no perderemos tiempo esperando y podremos emplearlo en otra cosa. Esto hace que nos planteemos cómo valoramos el tiempo que invertimos en hacer todo eso. De hecho, la situación que ha traído consigo el COVID-19, aparte de una crisis social, sanitaria, económica y de otras índoles, es la de pararnos a reflexionar sobre cuánto tiempo necesitamos realmente para llevar a cabo una tarea, para disfrutar un momento de nuestros seres queridos o, sencillamente, para descansar. Así, la frase “no tengo tiempo”, se ha convertido en un quebradero de cabeza para más de uno. Al tener “más tiempo” por estar obligados a quedarnos en casa — algo realmente curioso puesto que, como diría Mamoru Hosoda en su película La chica que saltaba a través del tiempo (2006), “el tiempo no espera a nadie” y, por tanto, no tenemos más o menos tiempo, sino que el tiempo “está” o “es” de manera independiente —, tenemos la sensación de poder usarlo cómo y cuándo queramos, haciendo que las obligaciones, e incluso las devociones, terminen por acumularse. No queremos esperar, queremos hacer algo ya. Lo que ocurre es que, a veces, debemos dejar que la vida y el tiempo transcurran. Debemos practicar la paciencia, y qué mejor juego para aprender estas dotes que 400 Years.

“Qué insensato es el hombre que deja transcurrir el tiempo estérilmente” — Goethe

400 Years es un juego desarrollado por Scripwelder que fue lanzado en febrero de 2013. En él, el jugador se convierte en una estatua que recuerda a los moáis de la Isla de Pascua. Mediante sencillos controles, deberá avanzar por la historia para evitar una catástrofe que tendrá lugar dentro de cuatrocientos años. Parece mucho tiempo para un juego que tan solo requiere unos veinte minutos, pero es en este aspecto donde recae el potencial de 400 Years. Con tan solo mantener pulsada la barra espaciadora, la estatua se quedará quieta y el tiempo comenzará a transcurrir, viendo pasar las estaciones con ello. Esta habilidad es la que el jugador deberá aprender a dominar para resolver los puzles que se plantean en el juego, teniendo en cuenta que, si agota los años sin evitar la catástrofe, perderá la partida.

Juego-para-evitar-el-apocalipsis
Pantalla de 400 Years

Partiendo de esta sencilla mecánica, tan solo debemos enfrentarnos al peor reto de todos: dejar el tiempo fluir. Y es que, como comentaba al principio del post, si algo nos aterra es ver cómo “desaprovechamos” el tiempo sin hacer nada. De lo que no somos conscientes muchas veces es que dejar que el tiempo pase tan solo coloca cada cosa en su lugar. Por ejemplo, en el juego, si necesitamos subir a un lugar más alto del que nos encontramos, deberemos dejar el tiempo pasar para ver cómo un árbol crece cada vez más. Así, podremos usarlo como escalera para poder subir al lugar ansiado. Es por eso que el juego llama tanto la atención, ya que vivimos en una sociedad en la que los cambios son constantes; lo que antes ocurría en un año, ahora sucede en un mes. Resulta escalofriante pensar en la cantidad de acontecimientos y estímulos a los que somos expuestos a diario, yendo cada vez más en aumento. Aprender a esperar y practicar la paciencia y la observación es un hecho al que el juego nos enfrenta de cara. Esta esencia, contraria a nuestra dinámica social actual, convierte a 400 Years en todo un acierto lúdico y reflexivo.

(Si no has jugado al juego, te recomiendo que lo hagas antes de continuar leyendo)

Pero, ¿qué ocurre si además de “obligarnos” a hacer pausas, el juego nos empuja a aprender por narices el significado más puro de la palabra “sacrificio”? Y es que, si queremos superar la partida con éxito, debemos ofrecer nuestra vida, la de la estatua moái, para ayudar al resto de seres y, finalmente, para salvarles de una catástrofe que arrasaría con ellos.

Como ya hemos comentado, las personas buscan aprovechar más el tiempo para hacer de sus vidas un caldero con mejores ingredientes. Pero claro, todo ello parece no servir de nada si no lo mostramos al mundo. Si voy de cena con mis amigos, subo una foto del acto a Instagram. Si hago un viaje con mi pareja a Roma, inundo Facebook de fotos y vídeos juntos. Si me aburro en casa y decido dibujar algo, voy comentando en Twitter qué hago y qué no… Buscamos alardear de todo lo que vivimos con el fin de sentirnos mejor y hacernos creer que no estamos desaprovechando el momento. Este pequeño acto teñido de una densa egolatría choca con uno de los sentimientos que más ayudan al ser humano a ser social y convivir adecuadamente: la empatía. Si no sabemos ponernos en el lugar del otro, no seremos capaces de valorar la vida con plenitud. Como hemos dicho, en 400 Years debemos gestionar el tiempo que nos queda para a ayudar a las personas que, para colmo, se asustan cuando nos ven, y, además, debemos decidir si queremos sacrificarnos o no por un bien común. Si no terminamos por arrojarnos al volcán que arrasará con el planeta, perderemos la partida. Este valor añadido del juego enseña la necesidad de la empatía a través de su máxima representación: el sacrificio de una vida, la nuestra, para salvar todas las demás. Además, un estudio ha demostrado que las estatuas moái fueron situadas en lugares estratégicos para indicar dónde había agua potable, algo que en el juego se traduce en ayudar a los aldeanos a conseguir el grano que les permitirá subsistir y crecer como sociedad.

400 Years se presenta como un juego con una estética sencilla que esconde detrás un mensaje muy valioso para la sociedad actual. Valorar el tiempo y ejercer la empatía se ha convertido hoy día en todo un desafío para la propia vida.

 

–Cristóbal Ramírez Villalba

(Un cuervo con nombre)


Crítica para la asignatura de Teoría y Crítica Audiovisual y Multimedia, Grado en Comunicación Audiovisual; curso 2019/2020.

«The Company of Myself» – Crítica

“¡Qué agradable sorpresa es descubrir que, al fin y al cabo, estar solo no es necesariamente sentirse solo!” – Ellen Burstyn

Todos nos hemos sentido solos alguna vez, ¿no es cierto? Pero ello no significa necesariamente estar solo. Al contrario, ocurre lo mismo: estar solo no significa sentirse solo. Esta sensación es la que explora The Company of Myself, videojuego indie creado por Eli Piilonen y que vio la luz en 2009. En él nos ponemos en la piel de Jack, un solitario hombrecillo que nos cuenta, a modo de diario, su día a día consigo mismo y cómo disfruta o supera la soledad, llegando incluso a conocer a Kathryn, mujer de la que termina enamorándose y a la que tiene que dejar marchar.

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Pantalla de inicio de The Company of Myself

El juego nos hace partícipes de una de las sensaciones más comunes en la sociedad: la soledad. Resulta paradójico que, en un mundo tan interconectado, nos sintamos tan solos a veces. Pero si algo nos enseña The Company of Myself es que esa soledad puede ser provechosa, que estar solos no es siempre algo malo y, sobre todo, que debemos aprender de nuestros actos individuales y tenerlos en cuenta en el futuro. Por medio del uso de las sombras o almas de Jack, superamos los distintos niveles. Pero no es tan sencillo, debes tener una buena memoria y no olvidar qué movimientos has hecho para sacarles provecho en el devenir de la partida. Como en la vida, toda decisión que tomes tendrá repercusión, y nunca debes olvidar. La diferencia entre juego y vida real es la posibilidad de comenzar la partida de nuevo, algo que el propio Jack te indica que puedes hacer.

El problema del protagonista es visible cuando, tras disfrutar de una soledad plena, alguien nuevo llega a su vida: Kathryn. La ama y cree que todo es perfecto y se compenetran bien (¿acaso no nos ocurre lo mismo a todos cuando comenzamos una relación con alguien?). Pero las cosas no terminan siempre como deseamos y es por eso que Kathryn termina marchándose. O eso nos hace creer Jack, hasta que sabemos que la asesinó y enterró en el jardín, en una caja verde. Dejando a un lado el macabro final, podemos ver esto como un reflejo de la falta de compromiso que viven multitud de parejas actuales y los problemas que tienen para adaptar dos soledades y convertirlas en una buena compañía. Estamos tan acostumbrados a estar aislados y que no nos molesten, que, a pesar de querer cariño y necesitarlo, somo crueles con aquellos que nos aman, provocando que se alejen de nuestras vidas.

Existen videojuegos con mejores texturas que objetos de la vida real, y con unas luces y coloreado hiperrealistas. The Company of Myself, a pesar de contar con un diseño sencillo, consigue transmitir mayor realismo que cualquier videojuego moderno y nos hace ver lo solos que estamos realmente. Nos hace ver que somos Jack. La clave es serlo adecuadamente.

 

Cristóbal Ramírez Villalba

(Un cuervo con nombre)


Crítica para la asignatura de Teoría y Crítica Audiovisual y Multimedia, Grado en Comunicación Audiovisual; curso 2019/2020.

Se lo merece

San Valentín fue un sacerdote del siglo III d.C. que, en contra de los mandatos del que por entonces era emperador de Roma, Claudio II, casaba a los jóvenes a escondidas. Por ello fue encarcelado y hecho martir el día 14 de febrero, día en el cual se conmemora el amor propiamente dicho.

Habrá quien lo vea como una ocasión más para gastar, para regalar cosas sin sentido, para hacer ver al mundo por redes sociales que estás enamorado, porque claro, si algo no lo compartes el redes sociales, parece ser que no es real… Sin embargo, yo prefiero verlo de otro modo, y seguro que coincido con más personas. Me gusta creer que es un día en el que se pretende dar un poco de valor a algo tan importante como lo es el amor. No importa si es amor hacia tu pareja, hacia tu familia, tus amigos, tu mascota, a ti mismo o a esa maravillosa colección de libros que tienes en la estantería. ¿Acaso importa a quién o a qué decidamos amar? No. Simplemente vive y ama del modo que te haga feliz.

Creo que el amor merece tener un día para ser celebrado. No haciendo uso del dinero que tenemos ahorrado, sino de todos los abrazos, besos y buenas acciones que deseamos compartir. Porque amar es dar sin esperar recibir nada a cambio, sin condiciones ni letra pequeña. Amar supone dar un trocito de ti a esa otra persona y hacerle partícipe de tu vida, con todo lo que ello conlleva.

Amen y sean felices con todo su ser.

-Un cuervo con nombre.